Sobre la reconciliación


En estos momentos los ánimos están caldeados y a la vez esperanzados. Por todas partes la gente se reúne, protesta. Las masas que no tienen porqué ser silenciosas ni anónimas toman conciencia de que el camino no es el enfrentamiento sino la reconciliación (véase las recientes protestas en España, y el proceso cívico de apoyo a los candidatos presidenciales en Venezuela).

 La etimología de la palabra nos recuerda que se trata de hacer volver a alguien a la reunión, al ‘concilio’. El DRAE dice que reconciliar es:

1. Volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos; 2. Restituir al gremio de la Iglesia a alguien que se había separado de sus doctrinas; 3. Oír una breve o ligera confesión; 4. Bendecir un lugar sagrado, por haber sido violado; 5. Confesarse, de algunas culpas ligeras u olvidadas en otra confesión que se acaba de hacer; 6. Confesarse, especialmente de manera breve o de culpas ligeras.

Como vemos su significado parece estar unido a lo trascendente de esta vida, a lo sagrado.

 En un escenario político teñido de todos los pragmatismos cotidianos, en el que se habla de subidas de impuesto o de abuso de los mercados, de distribución de la riqueza o de represión, es fácil abrigar el deseo de encontrar al culpable de todo lo malo, bajo la creencia de que si se encuentra y se elimina, el daño que ha ocasionado se borrará con él. Si hablo en estos términos nos damos cuenta de que eso de lo sagrado y lo simbólico está presente en cada uno de nuestros actos.

 Un país es un lugar sagrado, es el lugar en el que tienen sentido nuestros sueños más profundos, incluyendo el descrito arriba. Es el lugar de la madre y de los abuelos, en algunos casos es el nuevo vientre que te ha acogido y que nutre cada día con su aire, sus paisajes y sus gentes tu proyecto de vida. El país es la casa en la que instalamos nuestra casa. Es la casa de todos, es el templo de lo cotidiano.

Es por eso que cuando hablo de reconciliación de lo único que quiero dar cuenta es de un proceso que busca, por una parte, el acuerdo entre aquellos que en su momento no pudieron seguir dialogando; pero ,también supone escuchar una ligera confesión, breve, casi inocente (la confesión no los hechos). Y a la vez, se trata de ‘bendecir a un lugar sagrado que había sido violado’.

 La filosofía ve claramente que cuando el diálogo se ha roto es porque no ha reconocido al otro. Se dice que diálogo viene de la forma griega que apunta a dos razones o dos palabras. Sin dos no hay diálogo. Si una parte suprime a la otra sea ignorándola, ridiculizándola, desvirtualizándola o reprimiéndola, está cometiendo un acto de violencia, porque como bien apuntaba un filósofo contemporáneo, la única manera de cortar un diálogo es a través de la violencia.[1]

En estos tiempos que corren, los procesos políticos que se viven están marcados por la falta de diálogo. En España el gobierno se empeña en satanizar las demandas de los ciudadanos, en Venezuela el gobierno se empeña en desoír las voces de quienes piden un cambio democrático. El diálogo está roto por la única vía que conoce: la violencia de Estado. En España se amenaza a la población de que las protestas agravarán la delicada situación económica, cuando la verdad que se oculta detrás es el miedo a la pérdida del poder por parte del partido de gobierno. En Venezuela, la amenaza es que si hay un cambio será para peor y que de momento si no hay cambio se consolidará el verdadero cambio, pero la verdad sigue siendo el ansia de perpetuar el actual poder.

Si los ciudadanos se sienten amenazados, son violentados, entonces el diálogo no es posible, por eso nos cuesta tanto comunicar lo que verdaderamente queremos, y por eso nos cuesta tanto entendernos.

 Imaginemos, de nuevo que un país es la casa en la que está nuestra casa. Imaginemos que cada uno de nosotros tiene el derecho de mantener su casa del mejor modo que sabe y que ese modo responde a la armonía entre los habitantes. Para que mi casa no moleste a tu casa debo reconocerla, debo propiciar la armonía entre ellas, respetarlas, convivir.

En Venezuela hace muchos años se rompió esa convivencia, el lugar sagrado que es un país se profanó con el personalismo de las pintadas egocéntricas, la ciudad se transformó en el síntoma ególatra del mandatario de turno (no de un proyecto político). Nuestra casa ha sido profanada.
 
Por eso es que, visto así, tiene sentido hablar de reconciliación. Yo creo en un proceso histórico en el que ésta es posible. La sociedad venezolana ha sufrido con la herida abierta por la violencia. Es hora de curar esa herida. Un buen médico diagnostica y prescribe, uno malo sólo diagnostica porque no sabe curar y entonces deja morir. Si la metáfora de la enfermedad no hace cambiar a la personas, ¿qué cosa lo hará? Para mí, un verdadero gran hombre sabe retirarse a tiempo, deja un mundo mejor a su paso, y sabe que la obra si es sólida, si es buena, si ha respondido al interés de todos, continuará. Un buen gran hombre no necesita de grandes murales para convencer a los demás de su estatura. Un gran hombre genera confianza en el presente y también en el futuro.

Si estuviéramos frente a dos grandes hombres buenos, entonces uno entenderá que ya ha hecho su parte, y el otro la recibirá como una oportunidad. No será necesario inculparse,  y entonces podría iniciarse el proceso más hermoso que haya vivido la sociedad venezolana. “Este es el único perdón que hay, una palabra que ya no debe ser dicha porque abre ya el camino a otra, porque ya con el gesto de la palabra se sobrepone a la discordia y a la injusticia que nos ha desunido.”[2]  
 

 

 

Dedicado al hermoso país de dónde vengo y a éste que me ve habitar.

 

 




 



[1]Un diálogo es algo en lo que uno entra, en lo que uno se implica, algo de lo que no se sabe de antemano qué <saldrá> y algo que tampoco se corta sin violencia, puesto que siempre queda algo por decir. Éste es el criterio de un diálogo auténtico.” Dutt, Carsten,  En Conversación con Hans-Georg Gadamer. Hermenéutica-Estética-Filosofía Práctica. Madrid: Técnos, 1998. p.61
[2] Gadamer, H. G., Verdad y Método II, “Hombre y Lenguaje” Salamanca, Sigueme, 1998

Comentarios

  1. Santiago Maestro Guzman11 de diciembre de 2012, 3:19

    ¿TODA RECONCILIACIÓN ES RECONCILIACIÓN?

    “–Doctor, ¿la cabeza de cordero… es cordero?”
    “–Sí, sí, es cordero; digamos que… todo lo que lleva cordero… es cordero.”

    (de un gag de Faemino y Cansado)


    ¿No podría darse el caso de que la reconciliación no fuera más que el poncho que se coloca la sumisión, púdica ella, para tapar sus vergüenzas? Quizá convendría no dejar caer en saco roto la advertencia que nos hacía Heráclito al avisarnos de que todo mostrar es enmascarar y viceversa. Atendiendo a ella, cabrá legítimamente sospechar que toda noción abstracta es tanto más bella cuanto más prosaica es la realidad concreta que designa y –mediante el acto mismo de designar– embellece.
    Porque el caso es que los súbditos del ilegítimo reino de España –pues aquí no hubo proceso constituyente, sino apaño constitutivo– llevamos casi cuatro décadas entregados a la poco edificante tarea de narcotizarnos con la letanía de la reconciliación para encubrir la abyección que encierra el hecho de haber dejado que los asesinos a sueldo de la maquinaria estatal franquista hayan ido muriéndose cómodamente en sus camas mientras motejábamos de resentidos a quienes cometían la obscenidad de traer al recuerdo su condición de víctimas del terrorismo industrializado.
    Basta observar nuestra actitud para con el otro terrorismo, el artesanal, para ver cuán poco dados somos a reconciliaciones y cuánto tiene esa palabra de coartada embellecedora. Y es que, a diferencia de lo que ocurre con el terrorismo de Estado, al terrorismo sin Estado ya no le tenemos miedo. Y en consecuencia, ahí no queremos oír hablar de reconciliación, sino que clamamos venganza, aunque –púdicos también ahí¬– nos calzamos otro poncho, al que llamamos justicia. Y lo desglosamos en tres apartados, referidos respectivamente a los crímenes, los culpables y las víctimas: memoria, castigo y reparación. Obsérvese el contraste con el olvido, impunidad y resignación constitutivos de la reconciliación con la que hemos venido obsequiando al todavía poderoso –en virtud de la santísima e incuestionable Transición– terrorismo franquista. Sí, obsérvese bien el contraste y se podrá apreciar que éste se corresponde milimétricamente con la diferencia entre estar envalentonado y estar acobardado, diferencia intensificada por la influencia del factor cronológico: pisoteará con más saña a un canijo aquél que acaba de tragarse la autoestima ante un matón. Reconciliación y justicia son, pues, términos antitéticos, cosa que, por otra parte, ya sabíamos desde antiguo, pues ya decían los clásicos que no necesitaríamos la noción de justicia si reinara la amistad.
    Sin embargo, es posible que la esta divagación no haya sido más que un extravío, consecuencia de haber desdeñado un camino más certero. Ciertamente, bien pudiera ocurrir que el problema fuera otro, relacionado, más bien, con la distinción entre uso y utilización: una sartén se puede usar para freír un huevo, mientras que propinar a alguien un sartenazo con ella no sería propiamente usarla, sino utilizarla. Bien pudiera ser, pues, que llamar reconciliación al proceso de envilecimiento ideológico desarrollado en el Estado español durante las últimas décadas no sea usar, sino utilizar, la noción de reconciliación, con lo cual estaríamos endilgando a una bella palabra un significado espurio. Pero si de lo que se trata es de la relación entre una palabra y su significado, entonces ya no es Heráclito, sino Humpty-Dumpty, quien nos coloca sobre la pista correcta: para saber el significado de una palabra, lo que cuenta es saber quién manda (todavía).
    Pero esa pista es, precisamente por ser certera, decididamente inservible, pues conduce, precisamente, al lugar que llevamos toda la vida evitando: el infierno nudista donde no sólo es obligatorio quitarse el poncho, sino también ¬–y especialmente– la venda de los ojos.

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  2. Por eso es relevante seguir profundizando en el sentido que hoy tiene una reconciliación. Reconciliarse no es olvido, tampoco retroceso y sobre todo no debería ser usada como una excusa para el anquilosamiento.

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