De Cachicamos, musiués y héroes
Yo siempre pensé que si la gente abandonaba su país se
convertía automáticamente en extranjero, por lo menos eso es lo que enseñaron
desde muy pequeña. En la Venezuela de entonces se llamaban a esos extranjeros
‘musiú’, y pese a que esta expresión tenía un deje despectivo, esos ‘musiús’
eran la voz criolla para ‘monsieur’, o por lo menos eso dicen los entendidos.
Supongo que su origen se remontará al mandato afrancesado de Guzmán Blanco,
¡vaya usted a saber! La cosa es que ser extranjero en Venezuela formaba parte
de la identidad social, pues una sociedad mestiza reconoce en su sangre a la
sangre del otro. Y como prueba basta preguntar a todo recién llegado a nuestra
tierra si entiende porqué en toda familia venezolana tenemos al negro, al
catire y al chino nombres cariñosos que entrañan el fenómeno del salto atrás.
Parece que esto ha pasado a formar parte de otro capítulo en
la historia social venezolana. Desde la distancia aprecio que ser ‘musiú’ para
muchos es sinónimo de enemigo o de intruso, ser negro ya no es una condición de
cariño, y ser venezolano se complica de modo extremo.
Como todo en esta vida, parece que ahora vivimos una especie
de moda que quiere recontar la historia patria desde una óptica actual.
Comencemos a despejar algunas dudas. Corría el siglo XIX en el cual
–coincidiremos tanto historiadores como
aficionados– una generación venezolana marcó la diferencia en el continente
americano: Miranda, Bello, Roscio, Bolívar ,y muchos otros que no me molestaré
en nombrar pero que están en aquella pintura del Salón Elíptico, lo hicieron
posible. Dicen las crónicas que aquella sociedad de los mantuanos (por las
mantas que usaban) y de los grancacao (por la explotación particular del fruto
de esta tierra), era una sociedad ‘abierta’. Los señoritos venezolanos
dedicaban sus ratos libres a la vida cortesana y a la lectura de los grandes
teóricos de la
Revolución Francesa : Montesquieu, Montaigne, Voltaire &
Cia. Llegaban los libros a La Guaira y por el camino de Los Españoles subían
las mulas la valiosa carga (hoy en día las condiciones actuales parecen recrear
la misma escena). En las amplias casonas caraqueñas, la Sociedad Patriótica
se reunía a discutir y debatir los contenidos de aquellos libros. Suponemos la
mano del cosmopolita Miranda metida en todo esto, aquel criollo hijo de
canarios, doblemente extranjero que dejó su nombre escrito en el Arc du Triomfe
de París.
Se dice que esas discusiones se llevaban a cabo en unas
noches que no son difíciles de imaginar: menos calurosas que las de ahora,
acompasadas al ritmo tropical de sapitos y grillos, las señoras con sus trajes
de seda o tafetán blandiendo sus abanicos para espantar a los mosquitos, los
señoritos con sus botas de piel y anchas hebillas de carey o marfil, camisa de
seda atada con lazo y pantalones de lana o terciopelo, acicalados y aseados
–eso sí–pues ellos habían asimilado algunas costumbres indígenas como el baño
frecuente. Las veladas transcurrían y las ideas revolucionarias efervescían en aquella
Caracas, ciudad importante de una sencilla Capitanía General, ¡nada comparable
con las ciudades y el caché del Virreinato vecino! Esa vidilla cosmopolita y
modesta, comenzó a contagiar no sólo a los señoritos que exigían reivindicaciones
y reconocimientos por parte de España como súbditos legítimos de su rey, sino
que fueron malinterpretadas por esos mulatos y mestizos que curiosamente se
asomaban a escuchar las nocturnas tertulias de la Sociedad Patriótica.
Si algunos, ya nacidos en tierras coloniales, sólo
pretendían exigir los mismos derechos y trato que tenían los nacidos en la
península; otros en cambio, poseedores de su camisón y no mucho más, querían
igualdad de derechos y punto, esos que no tenían fortuna y cuyos apellidos eran
los mismos de sus antiguos amos. La revolución pretendía una igualación de
derechos políticos, económicos y sociales para unos, pero fue entendida como
una reivindicación de los derechos humanos elementales para otros.
De este malentendido surge una idea brillante, quizá la
cabeza del estratega Miranda esté detrás de ella. Por una parte, los blancos
criollos quieren administrar sus bienes y no permitir que les gobierne nadie
que no sea elegido o aceptado por ellos, por lo que la promesa de lealtad al rey ya está puesta en
entredicho. Y por otra los mulatos y mestizos quieren ser iguales a los blancos
criollos. Si se les promete a los segundos esa posibilidad, conformando un
ejército o una fuerza dirigida por los primeros, la independencia de la Corona Española
está firmada ¡y así fue!
No es mi ánimo pretender que esta historia contada a mi
manera sea del todo creíble, pero poniéndola como un posible escenario de los
acontecimientos, podríamos comprender qué es lo que hasta hoy sigue conformando
la identidad social del venezolano: un profundo malentendido. Se trata, antes
bien, de igualar sentimientos que no son equiparables y que tienen una raíz
común, el derecho a tener una identidad nacional.
Quienes ignoran este hecho son los que hoy pueden contar la
historia a su antojo, quienes acusan a los extranjeros de todos los males
actuales y quienes reivindican a una cultura indígena que la revolución
ilustrada jamás aceptó. Para poder hacer esto último habría que retroceder
hasta el Tercer Viaje de Colón y así recuperar el sentido que tenían los
habitantes de estas tierras entonces; pero esto no es posible si algunos
continúan empeñados en revivir los valores de la Revolución del XIX, pues con
ello lo único que hacen es preservar los principios conservadores y autocráticos
de la modernidad.
Estos principios sólo defienden la igualdad entre iguales,
recuperan el sentido de la patria sólo a nivel simbólico ya que no funciona
política ni socialmente igual para todos. Y tengo tanta razón en lo que digo
que un filósofo contemporáneo a la Revolución Francesa
previno contra una de las bases reales del estado moderno: la insociable
sociabilidad.
Así las cosas, la recuperación del XIX se convierte en una
especie de versión hollywoodense de la emancipación, efectista y enardecedora de
las masas. Los símbolos se cambian para dar paso a lo autóctono, que ya no sé a
qué se puede referir. El caballo que sigue siendo un animal no americano, por
demás blanco y perteneciente a un héroe decimonónico, ahora mira a la
izquierda, pienso que debió haber sido sustituido por un chigüire o una lapa (o
un cachicamo que trabaje para ella), y que tal vez una baba del Orinoco le
habría hecho la competencia a Lacoste y no nos habrían dejado usarla. La
cornucopia se ha llenado de frutos tropicales, y espero que no haya mangos pues
vinieron de la India en el siglo XIX, justo después de la muerte de Bolívar.
Habrá eso sí, yuca, maíz, cacao, onoto, ají, tomate, papa, pimienta, vainilla,
parchita, merey, tuna, guayaba, guanábana, lechoza, aguacate, piña, tabaco y
nada de cambur o coco, pues son asiáticos. Las armas, espero que sin espadas
toledanas como la del
Libertador de esta patria prêt à porter y posmoderna, fueron
diversificadas, pero no aparecen las molotov de los disturbios del día a día,
ni las chinas ejecutoras de tucusitos.
Así las cosas, como venezolana me siento extranjera. Ya no
me sirven ninguna de las lecciones aprendidas en Moral y Cívica, la Historia de
Venezuela que me contaron es falsa y siento que como muchos de los habitantes
de esta tierra pierdo mi derecho a la identidad nacional. Parece ser que los
tiempos han cambiado y que las nuevas que nos traen es la neo-extranjerización
o por decirlo con un término más criollo, la transmusiuización, una
transfiguración que nos convierte a todas las voces críticas y pensantes en
musiués de la identidad nacional.
Se sabe que en tiempos posmodernos las revoluciones son un
producto obsoleto y por ello se entiende que usen medios obsoletos para
expresarse. Los cambios sociales profundos se hacen cuando en un ámbito de
diálogo se convocan a los diversos actores sociales y se escuchan sus voces.
Hoy a cuatro años del bicentenario de nuestra independencia, prevalece el
malentendido: unos luchan por recuperar sus derechos humanos básicos y otros
sólo pretenden el reconocimiento político-económico de su clase.
Transmusiuizada escucho una de Rubén Blades que me aconseja:
“No memorices lecciones/ de dictaduras y encierros/ la patria no la definen/
los que suprimen a un pueblo/ la patria es un sentimiento/ en la mirada de un
viejo/ sol de eterna primavera/ risa de hermanito nuevo/ ¡Patria/ son tantas
cosas buenas!”
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