Cocina con absoluto derroche


En épocas de incertidumbre como la actual, además de sentirnos descentrados tenemos la tendencia de anclar nuestro pensamiento a lo apocalíptico. Los noticieros no nos dan tregua y la gente de la calle casi se conforma con repetir el desánimo. Esta repetición es una especie de convención social para mantenernos activos en el mercado del intercambio inter humano. Es como si cometiéramos un delito al no quejarnos y temiéramos ser estigmatizados de insensibles.
 
Negarse, sin embargo, a ver lo que ocurre a nuestro alrededor tampoco es una buena fórmula porque es cierto que hay gente desconcertada que necesita urgentemente de apoyo, ilusión y una ingente cantidad de solidaridad. Solidad no reglada, no de ‘onegés’, solidaridad de mirada compartida, de cuidado, de sonrisa y de esperanza.
 
Ayer, era domingo, mi espíritu se había levantado tranquilo aunque con un pequeño dolor de cabeza. Hice el café, su olor me despertó como siempre y me trajo a la mente tantos recuerdos. Mi casa de San Juan, Venezuela, Caracas… y un montón de casas y situaciones en las cuales ese cafecito era el vehículo social para reconocerme en el rostro del otro en una suerte de cotidianidad no forzada ni mediada y en la que se servía el cariño calientico. Recordé al cartero de La Florida, que me decía “Buenos días señora, que olor tan bueno” y al que seguidamente respondí: “¿Quiere un cafecito, maestro?” Este ritual se repitió todos  los miércoles hasta que me vine a España.
 
Al escuchar historias como las que cuenta mi suegra sobre su infancia dura y difícil, cuando de niña iba por los campos arreando vacas, o al escuchar cómo mi suegro había sobrevivido entre cadáveres una noche completa durante la guerra civil española, siempre he notado que esos relatos estaban bañados por el recuerdo más básico: la comida, el hogar, las brasas, el calor…
 
Por ejemplo, mi suegro contaba que cuando por fin llegó al campamento aquella mañana, resucitado entre los muertos, lo primero que tuvo en sus manos fue un puchero con algo caliente como bienvenida. Mi suegra cuenta largas historias sobre cosechas, patatas asadas y garbanzos tostados. El último deseo de mi mamá fue ‘un cafecito caliente’ aunque sólo fuera para mojarse los labios y así lo hizo.
 
La cocina tiene esa magia de la vida. Cocinar no es un arte ni un acto de sofisticación, aunque puede serlo. Cocinar es volver a vivir una y otra vez el ciclo de la vida.
 
Ayer mientras preparaba un asado negro criollo −sólo los caraqueños sabemos a qué me refiero, porque mi asado reproduce al de mi abuela y al de mi mamá, se pelea con el de mi hermana por un primer lugar, compite con el de mi cuñada, pero es, sobre todo el de mi mamá, el del hogar−, un montón de imágenes acudieron a mi encuentro.
 
 
Miro a la sartén y echo un chorro de aceite dorado y precioso que va cambiando de textura y forma, y enseguida el azúcar que hay que dejar quemar pero no demasiado. Este acto me trae a mis cinco o cuatro años cuando veía cómo lo hacía mi mamá y no entendía para qué y le preguntaba y ella tenía la paciencia de contestarme ‘eso es para dorar la carne’. Entonces viene el momento de poner el trozo de muchacho redondo (aquí en España ya he aprendido a hacerlo con lomo de cerdo). Hay que ser sutil en este paso, no hay que tirarlo al aceite o la quemada puede ser de antología: ¡con esa mezcla de caramelo y aceite caliente! Con suavidad la carne comienza a quedarse con el color del caramelo, vierte sus jugos y me quedo observando ese color.
 
No estoy dando una receta, estoy en medio del lugar donde ocurren los milagros: añado tomates troceados rojos hermosos, cebolla, pimiento, ajo, laurel, orégano, pimienta.. y dejo que se fundan con el aceite y el azúcar y añado agua con cuidado. Al rato retiro el trozo de carne, lo corto en rebanadas  mientras el líquido de la sartén va a parar a la licuadora para hacer la salsa. A mí me gusta gruesa con la pulpa de los ingredientes. A la sartén vuelve la salsa y en ella dejaré cocer la carne hasta que está blandita.
 
Creo que sólo un caraqueño puede imaginar en este momento el sabor y el olor que impregnaba mi casa ayer. Pero estoy segura que esto que me sucede a mí con el asado negro, le sucede a todos los que saben que en la cocina no hay que escatimar ni en recuerdos ni en cuidado ni en amor.
 
 
Cocinar está presente en estas épocas de tribulación porque aparece como un antídoto contra el malestar, aparece como lo único que nos puede salvar de la indiferencia y es por eso que, aunque seamos muy pobres o volvamos del frente de la batalla, algo calientico siempre estará esperándonos para recordarnos que estamos vivos y que podemos continuar en este mundo porque alguien cuida de nosotros.
 
 
A esto se llama cocinar con absoluto derroche y es una postura filosófica…

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